Me paso por el Carrefour un rato porque dedico la tarde a hacer esas pequeñas cosas que no sirven de nada pero que, si no se hacen, te dejan inquieto, como al encajar dos piezas que no van juntas.
Lavo el coche, pero lloverá. Me paso por una clínica y me dan el teléfono de otra. Así va la tarde. Ni Carver sacaba un cuento de esto, ya lo sé, pero yo sí me invento un post. Ya lo veréis.
Entre lo de la clínica y lo del coche tengo un rato para darme una vuelta por el Carrefour, que han dejado muy bonito para que, cuando la gente tenga dinero, pueda gastárselo con alegría. Ahora, alegría poca, porque la gente se lleva a casa no lo que quiere, sino lo que necesita.
Pero el sitio ha quedado bien, id a pasear por la sección de libros, por la de consolas, por la de electrónica, por la zona de la comida ecológica, por los vinos, por la pastelería, por la charcutería, por la cafetería, por la de comida oriental o por la zona escolar. Si os pilla lejos, pedidlo así en vuestra agencia de viajes “Excursión al Carrefour”. Es un buen paseo en el que descubro que yo quiero tener dinero suficiente para sentirme rico en un Carrefour. No sé cuánto será, pero seguro que mucho menos que el que necesitas para sentirte igual paseando por Mónaco.
Un rico de Carrefour. Eso voy a contar en la próxima entrevista de trabajo que me hagan cuando quieran saber cómo me veo dentro de cinco años.
¿Qué? ¿Va saliendo el post o no, panda de incrédulos?
Después de hacerme una idea de cuánto me mide a mí la riqueza, me voy a la zona de los cereales a comprar unos con los que regalan unos cedés de animales. Daniel me dijo que salía un perro relamiéndose, con un ojo más grande que el otro. El perro no trae nada, aunque lo de los ojos sea cierto. Sigo buscando y descubro que los cedés vienen en un paquete con el dibujo de un oso astronauta. Que se haya equivocado con la referencia puede significar que ve demasiada publicidad o que no ve la suficiente. Ahí lo dejo.
Cojo dos cajas porque los del oso astronauta han tenido el detalle de señalar en cada caja cuál de los tres cedés disponibles llevan dentro y así siempre se acierta. Muy bien, señores de la marca del oso astronauta. Muy bien. Me llevo uno con mil preguntas sobre los animales terrestres y otro sobre los de mar. Queda uno que ya pillaremos al vuelo.
En la cola tengo un poco de remordimiento porque yo sí me llevo lo que quiero, pero trato de que no se note para no ofender a los demás, con sus carritos con leche desnatada de marca blanca o sus yogures desnatados de marca blanda o su lejía desinfectante de marca blanca. Yo también pongo cara de marca blanca mientras espero.
Pago y me marcho con mis cajas, sin bolsa. Si llevara una debajo de cada brazo parecería una copia de esa fotografía en blanco y negro en la que un niño camina feliz por París con una botella en cada mano. Buscad “Rue Mouffetard, Paris, 1954” y así yo no tengo que describirla y vosotros descasáis un poco para seguir leyendo.
Tomaos vuestro tiempo con la foto, que os espero.
Aquí sigo, con mis cajas camino del coche. Después de guardarlas en el maletero me fijo en una zona apartada del aparcamiento en la que hay miles de carritos metálicos colocados en largas hileras. Han sido sustituidos por otros de plástico, más baratos, y estos se acumulan aquí. Desde lejos parece la superficie de un inmenso mar metálico en el que brillan los últimos rayos de sol.
Me acerco y me quedo mirando la escena, como atrapado por esa inmovilidad. Nunca he visto tantos carritos juntos. Parecen un rebaño abandonado ya por su pastor.
Dan lástima, como cualquier objeto que ya no puede cumplir su misión.
Con la cámara del iPhone hago unas cuantas fotos, pero no logro que ninguna saque lo que tengo delante. Es como ir za caza mayor con un cuchillo de plástico. Me gustaría ver qué solución habrían encontrado los grandes, como Cartier-Bresson, a esta escena.
Guardo la cámara y me quedo un rato mirándolo todo. Desde fuera debo parecer un tipo raro. El post sí ha salido, pero la foto, definitivamente, no.
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