sábado, 6 de agosto de 2011

Un día en la piscina


Teniendo el mar al lado, pasar el día en la piscina nos hace sentir un poco culpables. Una culpabilidad más bien pequeña que se disuelve en pocos minutos. Digamos que cinco o seis, por no parecer demasiado ruines, al cabo de los cuales sólo queda un leve cosquilleo.

Desaparecido el cosquilleo, podemos disfrutar de la piscina, donde no hay arena que se pega a la piel, ni sal en el cuerpo, ni la obligación de hacer agujeros que se llenan de agua por las buenas (naturalmente) o por las malas (a base de echar en ellos la que hay que traer del mar), ni vendedores de aviones a dos euros, ni olas que hay que saltar y esquivar aunque estés muerto de frío, ni parejas jugando con las palas (una imagen un poco triste), ni pelotas de plástico que acaban a tus pies, ni cuerpos abandonados, ni cuerpos que sólo verás desde lejos, ni artículos leídos hasta el final del titular (terminado el cual siempre llega la misma pregunta : ¿juegas?), ni libros cuya lectura lo puedes retomar.

Aquí en la piscina es todo más práctico y tranquilo. El sonido de alguien tirándose en una piscina desierta relaja. Las tumbonas las ocupan parejas de alemanes que apenas hacen ruido. El padre lee cuidadosamente Die Welt sentado en el borde de una tumbona. La madre, alta y delgada, tumbada, lee un libro grueso. Un hijo, al que han llamado Maximilian, consulta algo en su móvil. El otro va y viene de la piscina tranquilamente.

El socorrista, vigila, que es lo suyo.

Y junto al vigilante hay dos veinteañeras que toman el sol con gafas puestas. Una lleva un bikini negro y la otra uno blanco. De vez en cuando se dan crema la una a la otra con una lentitud que debería estar prohibida en el undécimo mandamiento. Toman el sol sin moverse. Apenas el movimiento de una de ellas levantando una pierna como si comprobara que el bronceado es continuo y que toda ella resulta uniformemente deseable. Creo que el hotel las paga para que estén ahí, como al socorrista.

Y podemos leer tranquilamente, sólo preocupados por mover de vez en cuando las tumbonas para quedar en la sombra que el sol va cambiando de sitio.

Los alemanes aprece tranquilos porque su economía cuida de ellos. Nosotros deberíamos estar algo más nerviosos, pero hoy, lejos de la playa, los adultos jugamos a ser alemanes y a relajarnos sabiendo que nuestros bonos siguen siendo mullidos y deseados, el relleno perfecto de una almohada en la que colocar la cabeza mientras se sigue leyendo.

Hasta cuando descansan, estos alemanes parecen estar trabajando.

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