Poco a poco, es de esperar, desaparecerán estos expositores repletos de ediciones de bolsillo que encuentro en papelerías como La Cañaílla y en los que se han ido enrollando mis veranos. Me recuerdan a esa carne de los puestos de kebab que el dependiente corta con un cuchillo en lonchas y te mete en un trozo de pan. Literatura para comer con las manos.
Me gusta esa mezcla de géneros y autores que se presentan sin aparente criterio. Me gusta estar al lado de revistas, de periódicos, de cubos de plástico verdes, de gafas de sol, de cuadernos de caligrafía, de postales de la playa, de cajas de lapiceros, de cremas protectoras para la piel, de pegamentos con tapón amarillo, y de gafas para bucear.
En esa extra mezcla de autores, encuentro “El mar”, y descubro a John Banville.
Pero no hay ni rastro de Maigret. Su hueco parecen haberlo cubierto jóvenes escritoras suecas o noruegas o finlandesas de pelo limpio y sonrisa perfecta que son hijas de su tiempo. No hay sitio para unas historias con estufas, calvados, guardias frente a la casa de los sospechosos, paseos, llamadas desde teléfonos públicos o comisarías en las que no hay un ordenador que salve al escritor y le presente todas las pistas.
Se puede decir que han enterrado a Maigret para que surjan todas estas bonitas flores de plástico.
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