Después de hacer una gestión en el banco, entro en la cafetería que acaban de abrir al lado. Está todo nuevo, recién pintado. Al acercarme a la barra tengo la impresión de que estoy ahí para sentirme en un sitio listo para estrenar. El cortado que pido, pienso, es lo de menos.
La chica que me atiende viste de negro. Es alta y delgada, con cierto aire a dependiente de una tienda de moda. Coloca la pequeña taza de mi cortado en la máquina y vuelve a una conversación que empezó antes de que yo entrara.
-¿Entonces le parece mucho?
-Por un Magno, sí.
-Pues es lo que pone en la lista de precios.
-Pero es que yo no he visto la lista de precios.
-¿Y cuánto le cobran por un Magno en otro sitio?
-Pues dos euros. Como mucho, dos euros.
En la barra están dos periódicos del día, doblados con cuidado, como las toallas en un cuarto de invitados. Leo los titulares, que se parecen a los de ayer y a los de mañana. Los periodistas parecen incapaces de contar lo que pasa porque siguen viéndolo todo desde las alturas de la macroeconomía. Vuelvo a la conversación, que continúa, lenta.
-Si quiere le devuelvo un euro.
-A mí me da igual. Yo no vengo mucho por aquí, pero si me tratan bien en un sitio, vuelvo, y si no, no vuelvo.
La dependienta va a la caja, la abre y saca una moneda, que deja junto a la copa del hombre. Mi taza sigue en la máquina. Miro la hora. Ya debería estar en el coche, camino del trabajo.
-Aquí tiene el euro. Con un euro no voy a ningún lado.
-Sí, pero un euro que le cobra a uno, y a otro y a otro, eso hacen muchos euros.
Otra chica, más joven que la que me ha atendido, me pregunta qué quiero. Le digo que ya he pedido un café y le señalo la pequeña taza. Ella, que parece haber estado pendiente de toda la situación, va a la máquina, prepara el cortado y me lo sirve con una pequeña chocolatina en el plato. Me pregunta si quiero algo de bollería.
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